Por Hugo Caric
Las lágrimas de Neymar,al igual que sus goles y su alarmante soledad en el campo de juego, ya son parte de la cotidianidad de esta Copa del Mundo.
El llanto del astro brasileño fluye después de cantar el himno patrio, durante ese lapso dramático en el que los futbolistas buscan recuperar energías antes de jugar una prórroga casi inhumana o luego de convertir el gol decisivo en una definición por penales. Refleja el estado de ánimo de un seleccionado puesto en cancha para correr y jugar por 200 millones de personas, obligado a ganarle a cualquier rival que se le ponga enfrente tanto adentro como afuera de los campos de juego y, por qué no también, encomendada a exorcizar los fantasmas del Maracanazo de 1950.
En el caso de Neymar quizá también refleje la impotencia de no tener a su lado a un Lionel Messi, un Alexis Sánchez o un Andrés Iniesta, sus compañeros en el Barcelona de España, para poder tirar una pared y que no le devuelvan un cascote, y de paso hacer más equitativo el reparto de responsabilidades. O tal vez la indefensión a la que lo somete la excesiva permisividad de los árbitros, uno de los puntos oscuros de Brasil 2014, que lo condena a terminar maltrecho cada partido que juega el Scratch.
Con apenas 22 años, el "10" de Brasil se ha cargado encima el peso de la historia y también del presente, en un equipo con mayoría de obedientes que difícilmente llegarán a figurar en las páginas de oro de los mundiales sin el talento y la impronta de su joven figura.
¿Habrá final feliz esta vez? Aún faltan varios capítulos por escribir, y otras tantas lágrimas por derramar.
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